En los últimos artículos he realizado muchas
menciones a todos aquellos que, desde mi punto de vista, están creando
problemas a un gran número de emprendedores. Como sabes no me refiero a los
temas legislativos, fiscales y normativos (todavía no me considero capaz de
argumentar sobre el tema). La idea de seguir en esta línea, tratando de aportar
un punto de vista diferente a aquellos, tendrá que esperar. Hay que volver a
las empresas que ya existen y que lo están pasando mal.
El
mes pasado atendía a un
empresario de los de siempre, hecho a sí mismo. Industrial de los que han vivido
y viven por y para su negocio. Siempre se ha caracterizado por su enorme
vocación y gran compromiso. Además nunca se le ha visto hacer ostentación de su
capacidad económica e incluso se le confunde con cualquier otro trabajador de
su fábrica. Después de mucho esfuerzo conseguí que me recibiera. Este tipo de
empresarios son bastante reacios a los “señoritos sabelotodo” y he tenido que
derribar muchos de sus prejuicios para conmigo. La verdad es que afrontar este
tipo de retos comerciales es muy recomendable para todos los que ejercen una
actividad tan apasionante como es la venta.
Salvados los primeros inconvenientes (aún
quedarían más) llegué con la habitual puntualidad, pulcritud y determinación de
siempre. Desde la recepción de la compañía anunciaron a mi cliente que yo había
llegado. Tras el saludo de rigor fui invitado a una sala de reuniones. Como no
es cuestión de hacer perder el tiempo a nadie, ya sabes, me gusta ir al grano; sustancié
mi entrada de la siguiente manera: “Mire
no sé si realmente podemos encontrar alguna vía para ofrecerle colaboración con
su compañía. Pero si fuera tan amable de mostrarme su fábrica puedo saber si
tengo que pedirle más tiempo o por el contrario desechar la idea de ofrecerle
algún servicio para su beneficio.” Dicho esto y como percibí algún tipo de
duda, pues ataqué al corazoncito: “La
cuestión es muy simple. Usted me enseña la fábrica, de la cual estará
ciertamente orgulloso, y si yo no veo posibilidades de ofrecerle algo que
mejore su resultado; me voy agradecido por conocer una empresa modelo y no le
molesto más.” A los cinco minutos me encontraba escuchando las
explicaciones de mi cliente sobre su modelo productivo y organizativo mientras
paseábamos por la fábrica.
De todo lo que vi, hoy, voy a reflexionar
sobre algo que ya había visto en muchas ocasiones pero que esta vez me puso los
pelos de punta por su “sofisticación”.
En una parte de su proceso productivo pude ver
como algunos componentes pre-montados estaban almacenados con una pulcritud extrema
y con un etiquetaje muy detallado. A la par y un par de nichos de estantería
más allá estaban los mismos componentes pre-montados pero sin esa pulcritud ni
calidad de etiquetado. Pregunté si eso era consecuencia de rechazos o algo
similar. La respuesta, que mi cliente dio, nada tenía que ver con mi presunción
casi romántica. Los primeros componentes, los de etiqueta bonita, eran el
resultado de una subcontratación con otro taller que ese encargaba de ensamblar
las piezas y los devolvían pre-montados. Los segundos, los de etiqueta fea,
eran el resultado de hacer la misma función en la propia fábrica. Como no era el
momento de atacar, mis comentarios al respecto se refirieron a alabar su
interés por mantener la trazabilidad de los componentes en función de dónde se
hubiera realizado el pre-montaje. Yo ya intuía algo “malo” pero consideré que
era el cliente quien debía contármelo. Dicho y hecho, la explicación era más
prosaica. Los componentes “hechos en casa” resultaban ser menos costosos que
los subcontratados. ¿La razón? Se componían fuera de horas por los trabajadores
más comprometidos de la compañía (los de toda la vida) y por tanto no tenían
imputación de costes de mano de obra ni indirectos. Su coste era la suma de las
piezas como mercadería pura y dura. Por lo tanto era necesario diferenciarlos
en el inventario a efectos de asignación de costes. Lo cortés no quita lo
valiente, al inventario hay que exigirle una “pulcritud” extrema.
En lo único que estoy de acuerdo, con lo que
decía mi cliente, es que ambos tipos de componentes tienen costes diferentes.
Lo que es rotundamente falso es que los componentes “hechos en casa” no tengan
imputación de mano de obra ni costes indirectos. ¡Aunque lo fabrique en “fiestas de guardar”!
Como no tenía la convicción de conseguir que
mi cliente lo entendiera con la explicación más académica (contigo tampoco)
utilicé otro argumento. Simplemente le pregunté quién le regalaba la energía
eléctrica que utilizaba para fabricar los “hechos en casa”. Por ahí conseguí
que mi cliente entendiese que existen costes añadidos que debería imputar a sus
componentes “hechos en casa”. Los argumentos te los he resumido porque la labor
pedagógica fue más prolífica, pero eso te lo ahorro.
Hasta aquí llegaba escribiendo mi artículo cuando
leí un post, del que hoy no voy a referir su autor ni origen (en este caso no
me parece adecuado utilizar mi propia tribuna para desmontar públicamente lo
que ya he hecho, en privado, con su autor). El planteamiento que realizaba el
autor en cuestión estaba tan relacionado con el comportamiento de mi cliente, y
aplicado a la vida cotidiana, que no puedo por menos que utilizarlo para revelarte
lo nocivo de esta práctica. El razonamiento era el siguiente: “… De entrada tendrás una serie de gastos
variables que pueden llegar a ser cero si los imputas dentro de tu estructura
de vida. Por ejemplo, puedes decir que las horas de luz que necesitas para
mantener tu ordenador o el hardware que tienes que utilizar son despreciables
porque ya usas el ordenador como herramienta indispensable para tu vida diaria.
O que las horas que dedicas a ganar dinero por Internet son tus horas muertas
de los fines de semana que contabilizas también a coste cero.”
A nivel doméstico admito todo. Admito, incluso,
a unos padres que te cuentan que su hijo es un fuera de serie en todo lo que
hace (bueno no lo admito si me lo cuenta un empresario para justificar el
nombramiento de su hijo como director general).
El mundo de la empresa, por pequeña o familiar
que sea, implica un grado más de rigor que en el ámbito hogareño. Y todo porque,
al menos, debes de saber cuánto ganas o cuánto pierdes de manera real y no en
tu imaginación.
Ahora, mi cliente, se ha dado cuenta de que
puede imputar los costes bien con la misma dificultad que lo hacía cuando los
tenía mal estructurados.
Como suele ser habitual su “alegría” al
imputar costes de un determinado componente es simplemente la punta del
iceberg. En cualquier caso, mi cliente ya tiene claro las ventas que ha perdido
por un fijar un precio fuera de mercado al tener unos costes imputados
erróneamente.
Además, acabo de recibir una llamada de mi
cliente, han resultado adjudicatarios de un contrato con la oferta elaborada,
ahora, con los costes correctos.
Este domingo jugaba un partidillo de fútbol
con unos amigos y “misteriosamente” seguíamos las mismas reglas que en un
partido profesional.
¿A qué esperas para hacer lo mismo en tu
empresa?
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